No he cambiado todavía el andamio que levanté para hacerme la casa. Es verdad que todavía no está terminada, en parte porque el plan inicial se ha ido modificando con el tiempo: ahora somos más de familia, y también he pensado en hacer un pequeño taller quitándole espacio a una habitación. El caso es que no he adaptado el andamio a estas nuevas necesidades, y aunque he pasado mucho tiempo sin plantearme esta cuestión, las molestias de todo tipo acumuladas a lo largo de los años por algo ya inútil me han forzado a pensar un poco sobre el asunto.
Creo que mi resistencia a cambiar las partes innecesarias del andamio viene de la gran inversión emocional que hice en su día, cuando pensé en lo bonita y cómoda que iba a ser mi casa, lo feliz que iba a ser en ella con mi familia y la sensación de plenitud que me embargaría. Luego, con la naturalidad de estas cosas, uní sin pensar esa felicidad imaginada al andamio, que era lo que tenía entre manos en ese momento. Esta asociación emocional ha sido tan fuerte que me ha llevado a rechazar siempre cualquier consejo para modificar el andamio.
Ahora que lo he considerado un poco me sorprenden mis reacciones, que más o menos se pueden desglosar así: al escuchar una crítica primero me embarga una gran desazón, y luego replico de forma más o menos automática defendiendo mi andamio. La primera fase es tan corta que ha estado pasando desapercibida todo este tiempo.
Ahora empiezo a ver, cuando estoy solo y sereno, que estoy condicionado por el temor a que se rompa mi querida dependencia emocional, construida y cultivada durante años. Veo también que el andamio es un símbolo de esta dependencia, y que soy por tanto doblemente dependiente: de la emoción y de su símbolo. Así, en vez de escuchar sin prejuicios a los que me hablan del asunto, el andamio se pone delante y activa mi respuesta. Claro, yo no admito todo esto delante de ellos, y siempre encuentro muchas razones putativas para rebatirlos.
Me doy cuenta ahora de la bondad de sus argumentos, pero también de que no puedo deshacerme fácilmente del andamio y de lo que representa, incluso cuando me dicen cómo ese apego innecesario me dificulta la vida, sea porque me topo con él al salir, sea porque me hace ser víctima fácil de una cohorte de aprovechados que se benefician de mi adicción: pintores de andamios, fabricantes de barras planchas y anclajes, montadores y sobre todo, hombres de publicidad que me arengan sobre las bondades intrínsecas de los andamios.
Como primer paso para recobrar mi libertad de actuación tendría que mirar de frente a mi dependencia. Pero debo reconocer que prefiero escuchar los mensajes que la refuerzan, y rodearme de personas proclives a atribuir perennidad a los andamios, y leer los libros escritos por ellas.
Además, con el paso de los días me he acostumbrado a ver el andamio a través de las ventanas, con esa manera tan especial que tiene de dividir las vistas en cuadraditos y de ocultar ciertas cosas, y ello aunque no sea natural ver el paisaje fragmentado.
Y es que construir una casa no es fácil ni rápido, y por eso su disfrute completo se ve lejano. Dejo así que el andamio me anticipe entonces un poco de esa felicidad futura, aunque tropiece con él de vez en cuando...